Alcanzar una meta
tener una consigna
es siempre una excusa
para desovillar la vida
sin saber que al hacerlo
también desplegamos
nuestro propio laberinto.
Mauricio Escribano
Hacía tiempo que Dmitri estaba sumido en una serie de malos
pensamientos. Una racha de infortunios personales, dolencias
físicas y muertes cercanas, lo llevó a pensar que Dios, el
universo, el vecino, los perros que andan sueltos por la calle,
las nubes, los árboles, el televisor, todo… absolutamente todo
estaba en su contra. Solo había algo que lo mantenía en pie
y era su hermoso trabajo de carnicero. Un lujo para pocos,
ser el capanga de la carne, el carnisa, el cuchillero de punta
en blanco. Aunque nunca llegara a ser “Matarife” como
su padre. Así que en el fondo mientras él tuviera su chaira
y sus cuchillos afilados, la cámara frigorífica del tamaño de
una morgue, y aquel local que hacía esquina en el centro del
barrio; no importaba de cuántas maneras la vida se empecine
en maldecirlo. De modo que Dmitri, se aferró a las medias
reses, a los cajones de pollo, a las tiras de asado, hundió
sus manos de coloso en las achuras, y solo murmuraba sus
desgracias mientras picaba carne, o cortaba con la sierra
los huesos de alguna vaquillona. Sin embargo cuando la jornada
de trabajo terminaba, la frágil sensación de estar a salvo
quedaba atrás de la cortina, y mientras volvía a su casa,
tenía la impresión de que todas las cosas en las que siempre
había confiado, todas esas cosas que lo llenaban de valor
y de entusiasmo, caían al vacío.
Suena el teléfono en plena madrugada, Dmitri sueña que atiende,
es su padre, y la voz de su padre se pierde en un agujero negro:
-¿Dmitri qué hiciste, qué hiciste?-, el teléfono sigue sonando,
esta vez se despierta, atiende, es su hermano. Su mujer lo sacude
y le pregunta quién es. Dmitri logra incorporarse y todavía aturdido,
sigue oyendo a Iván, que está ebrio, más que de costumbre:
- Hermanito, papá falleció- termina diciendo.
-¿Cómo que falleció, si acabo de hablar con él?- , pero entonces se
da cuenta, y se corrige. Soñé que papá me llamaba por teléfono-.
-Era él, era él- le asegura Iván arrastrando la lengua. Pero Dmitri
no lo escucha, solo quiere saber qué pasó, aún no puede creer que
su padre haya muerto. Marta se sentó junto a él en la cama. Lo
envuelve con un brazo, las yemas de sus dedos le acarician el
cuello, la otra mano sostiene la mano de su esposo.
-Un hombre alto, fornido, de temperamento fuerte, capaz de
cargarse a los sesenta años una res entera sobre la espalda, no
puede morir de un momento a otro- afirma Dmitri, sin que se
le caiga una lágrima. De pronto el mundo se detiene, o lo que es
peor, sigue andando como una vaca que pisa un caracol en el campo.
Piensa las cosas que hubiera querido decirle a su viejo, no pudo
ni darle un abrazo. Sabe, en el fondo sabe, que murió de amor:
-Ya no era el mismo desde que falleció mamá hace once meses-,
le dice a Marta. Ella comprende por lo que está pasando, son
demasiadas cosas juntas, primero la hernia (compitiendo con su
padre por cargar una vaquillona al hombro), después se enteró
que su hijo era golpeado en el colegio por sus compañeros, Julián
su único hijo, el hijo del carnicero, era intolerable. Luego le tocó
el corralito de los bancos, y todos sus ahorros se esfumaron, con
eso vino la gastritis, el saqueo en la carnicería, y la muerte de su
madre, que salió en el noticiero y en los diarios: <<Delincuente
mata una señora mayor a culatazos, roba su cartera y huye en
bicicleta>>
Marta le masajea el cuello, no dice nada,
apoya la frente en su cabeza, abraza la noche.
A Vladimir Alexey Petrov lo velaron en la funeraria Bonafini,
entre cuatro cirios y un crucifijo ortodoxo a la cabeza. El sepelio
se realizó en el cementerio disidente de Lavallol. Unas treinta
personas, despidieron al difunto, con la familia alrededor del
féretro. Julián notó que las hojas de los árboles tiritaban. Sobre
todo un arce, completamente rojo. Había decido no llorar delante
de su padre. Todo estaba listo, Marta y Dmitri no quitaban la
vista del cajón que descendía en una fosa. Cuatro enterradores
sosteniéndolo con sogas lo bajaban al unísono. Iván Petrov llegó
en ese momento con los ojos vidriosos, y un fuerte olor a ajo y
a vodka, que disparó mordaces comentarios en voz baja. Sin
embargo Dimitri lo miró sin un reproche, sin el más mínimo
reproche. Desde aquel día, sus padres compartirían una tumba
para siempre. Y duramente los hermanos se abrazaron y besaron
en la boca, con la brutal ternura de los rusos.
Descalza sobre el césped, Marta le hace otro nudo a la bolsa
de residuos y la coloca en el cesto. En la calle no se oye ningún
ruido, son las ocho de la noche, y es un día caluroso de otoño.
La radio anunció tormentas para mañana, y aunque no se ve
ni una nube, la luna irradia esa luz fluvial que precede a la
lluvia. Lentamente entra en su casa, Julián no volverá hasta el
domingo y la casa está en silencio. Marta se mira en el espejo
de su cuarto, se arregla el pelo, palpa sus caderas, sabe a la
perfección que está dotada de una belleza extraordinaria.
Dmitri llegará de un momento a otro. Antes de ir al baño abre
los cajones de la cómoda, buscando que ponerse. Intenta no
pensar en nada mientras mezcla el agua de la ducha. Se quita
la camisa y el short, deja caer al suelo su ropa interior, y
durante quince minutos siente que la vida le resbala por el
cuerpo. Cuando Dmitri llega, la encuentra leyendo en la cama,
levemente de costado. Y mientras él todavía carga al hombro
toda la crudeza y el peso del mundo, ella lo enjaula en sus ojos
enormes, sin decirle una palabra. No hay una sola huella en el
cuerpo de Marta que denote su maternidad. Dmitri vuelve de
la ducha, y su mujer se abre la camisa de lino.
dedos, despacio, sin dejar de mirarlo. La excita ver la cara de
Entonces gira sobre su cintura, y su cabello oscila delante de
la ingle de su hombre. Quería hacerlo, había retenido esa idea
en su cabeza, y ahora sus labios abarcaban el volumen de su
esposo. Sin embargo a Dmitri (repentinamente) lo invade un
frío espeluznante. Intenta concentrarse, pero es como si un hielo
le cortara las entrañas. Marta no se ha dado cuenta, y no quiere
arruinar el momento. El espasmo no cede, comienza un oleaje.
Jamás le falló a su mujer en la cama, a ninguna. Se siente aturdido.
indefensa, como él se siente ahora. Piensa que también le
falló a ella, y a su padre, sólo, muriéndose de pena, sin que él
pueda hacer nada. Desesperado aferra sus ojos al cuerpo de
Marta, observa en detalle sus movimientos, es joven y bellísima
-se repite a sí mismo- cuando la ansiedad intenta dominarlo.
Intuye que por primera vez perderá una erección. Está frustrado,
humillado. Se aparta antes que su esposa se termine de dar cuenta.
Ella sigue envuelta en un ensimismamiento febril. Dmitrí mira
toda esa belleza autosuficiente y se exige complacerla. Aun así
se siente pequeño, y atrapado en su muda telaraña eyacula
A las tres a.m Marta, encendió el velador de la mesita. Notó
sobre la alfombra. Tampoco lo encontró en el comedor, avanzó
por el pasillo enganchando su camisa en la vitrina. Tiró unos
cuantos libros que estaban apilados. Los levantó y abrió la puerta
del baño. Siguió hasta a la cocina, allí lo vio de pie, a oscuras.
No prendió la luz. Le preguntó qué le pasaba. – No lo sé-, dijo
sin mirarla a los ojos-, tengo insomnio, y me quedé acá pensando.
se había dormido primero, completamente abatido, y ella se quedó
observándolo. No había sido nada del otro mundo, a cualquiera le
puede pasar, no era para menos, hasta se sintió culpable por haber
buscado a su marido, nunca lo hacía, siempre era él quien
comenzaba las cosas. Ella solo sugería, quiso regalarle un día
diferente, hacer que olvide los problemas, que se sienta satisfecho
de su hembra. Porque eso hacía Dmitri, desde la primera vez que
lo vio, la hizo sentir una hembra. Y hasta entonces todos los
hombres le parecían asexuados. Él se durmió primero, ahora
lo recuerda perfectamente, jamás vio algo igual, los pómulos le
sobresalían (haciendo que los ojos se hundieran en sus cuencas),
el mentón se alargaba, los labios rígidos y finos; por cierta
tirantez que prolongaba sus orejas terminándolas en punta.
No sintió miedo, sino infinita ternura. Cuando Dmitri levanto
la mirada, supo que había llorado.
Mauricio Escribano
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