No sin cierta pasividad dejó atrás el zaguán, y caminó entre casas viejas y altos
edificios. Iba resignada a su belleza, tratando de adivinar el rumbo, con la vagina
puesta a punto por un mecánico del Docke. Martina no se podía permitir esas cosas,
y en las primeras horas del día el sol angustiaba sus ojos. Tenía una voz soñadora, de
sabor a miel y a naranjas. Pero la geometría de esas calles la atragantaba de secretos.
Estaba sola. Con espanto verificó un océano de ventanas expulsadas al vacío. Sus ojos
de eucaliptus (fulminados por la luz) se hundían en la altura. Desde lejos. En medio de
aquel laberinto, se la veía más rubia y más hembra que nunca, como si volviera de
apuñalar a un hombre.
edificios. Iba resignada a su belleza, tratando de adivinar el rumbo, con la vagina
puesta a punto por un mecánico del Docke. Martina no se podía permitir esas cosas,
y en las primeras horas del día el sol angustiaba sus ojos. Tenía una voz soñadora, de
sabor a miel y a naranjas. Pero la geometría de esas calles la atragantaba de secretos.
Estaba sola. Con espanto verificó un océano de ventanas expulsadas al vacío. Sus ojos
de eucaliptus (fulminados por la luz) se hundían en la altura. Desde lejos. En medio de
aquel laberinto, se la veía más rubia y más hembra que nunca, como si volviera de
apuñalar a un hombre.
Omar soñaba que era Charles Chaplin. Era domingo, por la tarde tenía pensado
colocarle el carburador a la Chevy del vecino, para el lunes estaría listo a primera
hora. Martina había dejado su cama sin despertarlo, y él era Charles Chaplin, el tonto
más grande del mundo. Sus libros adorados seguían arriba de la mesa. Sobre “La
Insoportable Levedad del Ser” había dos gotones de semen, testigos de la noche.
Satisfactoriamente su eyaculación cubrió unos cuarenta centímetros de distancia,
pasando por encima del hombro de Martina hasta impactar en la página 159. Ahí
donde decía: ‹‹Karenin la arrastró y ella se dejó llevar››.
Una hora después Martina estaba en su casa de Palermo. Entró con frío, llevaba pocas
prendas. Aún era temprano y las luces estaban apagadas. En el sofá con los ojos bien
abiertos una mujer de pelo corto la miró de frente. Le sonrió implacable, le hizo
un gesto indicándole que se sentara como si la hubiera esperado un siglo. Y ciegamente
comenzó a olerla, rozando con el piercing que agujereaba su nariz, el cuello y la cara
de Martina. Mientras la olía le reprochaba haber estado con un hombre. No podía
dejar de hacer ambas cosas. En la piel de Martina se traducía todo, había sido
penetrada sin miramientos. La mujer comenzó a desnudarla con violencia. Examinó,
mordió y lamió cada centímetro donde Omar dejó su huella. Al cabo de un minuto
parecían dos arañas blandiendo sus patas en el aire.
Casi con temor, Omar abrió los ojos. Le urgía abrazar a Martina, pero ella ya no estaba.
Miró todo el desorden metafísico en su cuarto. La primera noche con ella, después de
tanto Facebook, se había consumado. Ese primer encuentro sin ficciones terminó en
su cama. Estaba contento. —Ella es la eternidad— se escuchó decir, buscando una
birome en su mesita de luz para anotarlo. Hoy tendría todo el día para él. Pero
lentamente se acordó que le faltaba colocarle el carburador a la Chevy. No importaba,
no le llevaría más de media hora. Se levantó y fue al baño, le pareció orinar volúmenes
de felicidad. Estaba enamorado, también estaba tranquilo. Sintió ganas de desayunar
como Dios manda, y atravesó el breve pasillo que daba a la cocina. Era un hombre
guapo, algo soberbio. Se jactaba de ser el único mecánico intelectual en innumerables
kilómetros a la redonda. Sin extrañeza traspasó con la mirada la persiana y las cortinas.
No se dio cuenta del prodigio. Una nube venía hacia su casa, como una sombra de
pájaros negros se posó sobre la parra, y comenzó a llover copiosamente.
Otra vez, las mujeres se prometen una a la otra. Juran no someterse a los hombres.
Pero a Martina le parece razonable embelesarlos. No lo dice, se lo calla. Como una
pequeña que roba chocolates ella oculta sus victorias. Le encantan los hombres,
pero cómo decírselo a Beatriz. Aunque mirándola bien, tampoco hace falta. Su amiga lo
sabe. Le hizo pensar frecuentemente que se enojaba con eso, pero no era cierto. En el
fondo Beatriz se excitaba. Sin embargo era la primera vez que había estado con un
macho cara a cara, fue un impulso inevitable. Comprobó que cada uno de los hombres
que había conocido en la Web eran personajes de su imaginación, amores líquidos,
que debían contentarse con la esperanza de verla algún día. Hacía que la sueñen. Y
como a una colección de mariposas clavadas en papeles de memoria, los iba
disecando. Sabía que era una estrella de las redes, diseñada para enamorar en vano.
Pero el resto de los hombres, los que le deparaba la calle, la oficina, esos otros que
pertenecían a la realidad, no tenían relevancia. Sólo buscaba a los que cabían en sus
simulacros. Elegía a los frustrados, a los artistas, a aquellos que podían fantasear con
ella los momentos más perfectos.
Omar hubiera querido despedirse. Piensa que ella no quiso despertarlo, o acaso le
apeteció irse sin decir una palabra. Elimina otras posibilidades. Afuera está lloviendo
ya sin ruido, como si el agua cayera raudamente sobre un pañuelo de la infancia. Aún
siente a Martina abrir sus labios, las lenguas oblicuas jugando en las bocas.
“Usted me interpreta… Usted esto, usted aquello”, la voz y las maneras de Martina
resuenan en su mente. “Voy sonámbula… Sus palabras no son de este mundo… Mejor
no digo nada… Los besos me los guardo para mi sureño”. Recordó las horas, los días,
los años en la web esperando para verla. Horas y horas… Días y días… Años y años…
Hablando por teléfono.
Sintió que todos sus competidores, esos pobres avatares que Martina interponía para
hacerle un contrapunto, ya no eran nada. Facebook, tachado. Se había librado de un
circo de pulgas. Algo rotundo había ocurrido anoche. Y también el amor dejaba de ser
sólo imagen, para incluir una sensación muscular profunda. Vagamente recordó haber
soñado que era Chaplin. Sin sospechar que ingresaba en el abismo.
Martina Iribarren se había tendido en la cama. Un solo botón impedía que se le abriera
la blusa. Un botón debajo del busto, y sobre el botón tres limones apretados en sus
manos. La imagen era exquisita. El ojo ciclópeo de la cámara no enfocaba su rostro.
Beatriz estaba extasiada. Cada vez que fotografiaba a Martina el tiempo se detenía. La
pasmaba su belleza, quería fotografiarla, pintarla, escribirle poemas. “Ésa es mi
Martina” decía, mientras le robaba el alma. Y a Martina le parecía escuchar a su
madre. Todo lo que Beatriz le decía parecía venir del más allá. “No confíes en los
hombres” decía Beatriz, igual que su madre que había muerto en un extraño
accidente. Así que en Beatriz, de algún modo, había encontrado el abrupto consuelo
de la inmortalidad.
Martina se cambia de ropa, vuelve a la cama con unas medias de red y una blusa
transparente de gasa negra. La habitación está en penumbra. Se acuesta boca abajo.
Beatriz la observa, la toca como si viera una actriz porno. Le cruza las manos hacia
atrás. Ata sus muñecas con un cable lleno de lucecitas de colores, que prenden y
apagan. Dispara una foto, luego otra y otra. Pero Martina no posa para ella, ni siquiera
para los señores que la sueñan. Esos a los que les jura que ella misma se saca las fotos.
Lo hace por amor propio. Se sienta en una silla antigua junto a la ventana. Detrás de
ella hay una jaula vacía. Se coloca un pequeño sombrero con velos de tul que traslucen
su rostro. Mira hacia abajo y al costado. Beatriz coloca en su mano una enorme
magnolia. Martina piensa que toda esa pasión con Omar dejó de ser inofensiva. Él se
había enamorado, el maldito amor y sus acordes. Está temblando. Ese pánico a
entregarse no era más que odio. Sólo él la tenía al alcance de la mano, y le desnudaba
las palabras. Sólo un hombre, capaz de desenmascararla delante de todos.
Omar ve los racimos que cuelgan de la parra y la rotura de la lluvia. Algo viene a
buscarlo. Tal vez un cordero del sol con un vaso de vino dulce. Detrás hay una torre en
medio de la selva. Aún no se resigna. No quiere abrir la puerta y salir a la calle, tiene
miedo de que las cosas cotidianas se derrumben.
—Te extraño—, le dijo. Y ella le contestó: —Terriblemente—. Los recuerdos afloran
en cadena, hacen un arqueo en su memoria.
Adivina que está entrando en un espejo. Nunca entendió cómo una muchacha tan
linda tenía miedo de verlo. Se pasaba meses sin salir de su casa frente a la
computadora. Él ya sabía su dirección, y también su verdadero nombre. La había
descubierto: Se llamaba Martina Iribarren y no Laura del Corral. Tenía veintitrés años y
no treinta y tres. Omar ya no soportaba la clandestinidad ni las excusas. Quería verla.
Tanta intimidad no podía perderse en el circo de las pulgas, ni en la comodidad del
teléfono. Otros hombres lo precedían. No había remedio para ellos, no tenían amparo.
Quería verla. Ella se había convertido en el amor de su vida. Y él la vio como nadie, sin
la inútil perfección del idealismo.
Se ríe y llora. Afuera hay árboles que antes no existían. Hongos de oscurecidas vocales.
Flores mojadas y brillantes. Es la selva en todas sus versiones. Ahora Omar va
comprendiéndolo todo. Un olor rosado entra por la ventana. Absurdamente el estar
enamorado aún perdura. Quizás, como un griterío de loros en el hueco de su vientre.
Justo donde entró la puñalada.
Mauricio Escribano
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